El bacteriólogo británico Alexander Fleming debe su fama al descubrimiento de la penicilina, un antibiótico que revolucionó la medicina moderna. La utilización de esta sustancia permitió tratar muchas enfermedades que, hasta bien entrado el siglo XX, se consideraban incurables.
La penicilina comenzó a
utilizarse de forma masiva durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945),
cuando se hizo evidente su valor terapéutico.
Desde entonces, se ha
utilizado con gran eficacia en el tratamiento contra gran número de
gérmenes infecciosos, especialmente bacterias del tipo coco. En este
sentido, se ha mostrado sumamente útil para combatir enfermedades como la
gonorrea y la sífilis.
1.- http://es.wikipedia.org/wiki/Staphylococcus_aureus. Primera bacteria con la que
Fleming comprobó la eficacia de la penicilina como antibiótico.
2.- Cultivo de bacterias en una
placa de Petri en la cual se comprueba la acción de un antibiótico.
Se aprecian claramente los halos transparentes en los que no crecen
las bacterias porque el antibiótico impide su desarrollo.
Alexander continuó trabajando con él hasta 1934, año en
que abandonó su estudio para dedicarse a las sulfamidas (otro tipo de
antibiótico). Por otra parte, la comunidad científica creyó que la
penicilina sólo sería útil para tratar infecciones banales y por ello no
le prestó demasiada atención.
Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial el
antibiótico despertó el interés de los investigadores estadounidenses
quienes intentaban emular a la medicina militar alemana que ya disponía de
las sulfamidas para combatir las infecciones de los soldados heridos en combate.
En realidad, la Penicilina inició la era de los antibióticos: unas
sustancias que han permitido aumentar la esperanza de vida en
prácticamente todo el mundo. De hecho, el modelo para producir en la
actualidad los antibióticos procede del que se usó con la
penicilina.
La simplicidad del núcleo
de la estructura de esta sustancia, así como la facilidad para modificar su
composición química, ha hecho posible que en la actualidad se disponga de numerosas
penicilinas semisintéticas o sintéticas.
El hongo Penicillium, que produce la penicilina, creciendo en agar.
En 1940, poco después de que comenzara la Segunda
Guerra Mundial, Ernst
Chain y Edward
Abraham de la Universidad de Oxford
descubrieron la estructura química exacta de la penicilina y hallaron un modo
de aislarla y purificarla. Así, lo que solamente era una
curiosidad científica se transformó rápidamente en una gran industria. El nuevo
fármaco, que inició su andadura como penicilina
G o bencilpenicilina, resultó ser de excepcional eficacia y
bajísima toxicidad para el tratamiento y prevención de la gonorrea, la sífilis
(desplazando finalmente al Salvarsán), la meningitis, la neumonía, la sepsis
infantil, el tétanos, la gangrena y casi toda clase de infecciones producidas
por heridas. Con la Segunda Guerra Mundial en marcha, no faltaban heridas de
todas clases, y en 1944 ya se estaba produciendo penicilina suficiente para
atender a todos los ejércitos aliados occidentales. Fleming, Florey y Chain
recibieron el premio Nobel de medicina en 1945.
La penicilina tiene una
bajísima toxicidad, pero en un 10% de los pacientes puede producir alergias y
en ocasiones la muerte por shock
anafiláctico. Descontando este problema, durante décadas no
tuvo parangón y surgieron un montón de variantes mejores para esto o aquello,
conocidas genéricamente como penicilinas.
A partir de los años ’70 surgieron las penicilinas sintéticas, producidas de
manera completamente artificial (o sea, sin tener que andar trasteando con los
hongos), que permiten una diversidad de fórmulas mayor. En la actualidad, los
antibióticos primarios siguen siendo penicilinas, como la amoxicilina o la cloxacilina. Una alternativa a las penicilinas, que sigue el
mismo principio pero se origina en un hongo de las alcantarillas sardas, son las cefalosporinas.